"Habían pasado casi tres horas desde que entramos en el Campo de concentración de Dachau, justo el doble de lo que nos dijo la informadora turística al principio de nuestra visita. Abandonamos la sección de los hornos, volvimos a entrar en el campo junto a la alambrada occidental para alcanzar a 400 metros la Jourhaus bajo un sol que no dejaba de torturarnos, aunque yo me protegía con mi gorra de béisbol, seguimos a un gran pelotón de estudiantes que se refugiaron en las sombras bajo un gran árbol. Por último, abrimos la puerta de rejas de hierro negro, y dejamos atrás esta pesadilla de la historia de la humanidad.Regresamos al centro de acogida o de información, donde devolvimos las audioguías, y recuperé el pasaporte que dejé en depósito. Ya era casi la 14:00 por lo que necesitábamos reponer fuerzas con buenas dosis de energía a base de comida y bebida, pero también era muy tarde para volver a coger el tren hacia Múnich y buscar un lugar donde comer. La solución fue entrar en la cafetería del recinto y ver que tenían buenos platos, además había poca gente porque incomprensiblemente todo el mundo se fue en el autobús, o bien a Múnich o bien al propio Dachau para comprobar sus maravillas culinarias.Nos acercamos al mostrador para coger nuestra bandeja, y de allí pasar por donde las camareras servían los platos desde grandes fuentes que nosotros veíamos a través del mostrador de cristal. Primero elegimos una ensalada, que para nuestra sorpresa vimos después que tenía mozzarella, el queso de búfala típico de la Campania italiana. Luego nos decidimos por la típica salchicha blanca alemana servida con patatas fritas cortadas finas para Antonio, mientras que para mí también fritas pero cortadas a trozos, como las que se forman en España para hacer tortilla de patatas. Todo esto aderezado con salsa de kétchup. Al principio no le entendía absolutamente nada a la simpática camarera porque no sabía si me estaba hablando en alemán o en inglés, pero cuando atendió a los siguientes clientes de habla inglesa se me abrió la mente y comencé a entenderla aunque ya era demasiado tarde para mí. La siguiente camarera nos entregó el postre que pedimos, un pastel de manzana con su crema de vainilla, el típico Apfelstrudel, que estaba sencillamente sensacional, aunque es la primera vez que lo probamos. Esta camarera no paraba de reírse ante nuestra ineptitud con los idiomas y nuestras dudas e inseguridad con lo que estábamos pidiendo y mal hablando en inglés. También es verdad que resultó igual de cantarina el resto de la velada ante cualquier situación. Por lo menos vimos algo de alegría en Dachau.Para beber elegí una botella de 1/3 litro de cerveza, y aunque era sin alcohol no me importó porque tenía bastante sed. Antonio se decantó, como no podía ser de otra manera, por una fanta de naranja para aliviar su ansia de líquidos. También debo añadir a la cuenta un Pretzel pequeño para cada uno porque en Alemania no te dan pan en las comidas, suele ser esta especie de rosquilla semi salada, o al menos eso es lo que hemos visto en Múnich.La salchicha estaba estupenda, no es una carne de lujo pero alimenta lo justo y necesario. La salsa de kétchup debería estar prohibida en el mundo entero pero si no saben hacer un tomate frito pues mala suerte para quien se lo tome. No estaba malo pero ese sabor a vinagre lo prefiero en la ensalada. En cuanto a la ensalada vegetal debo decir ahora, porque me viene a la memoria, que la primera camarera nos dijo que cogiéramos las botellas de aceite y vinagre, y Antonio entendió que debía depositarlas en su bandeja para llevárselas a la mesa, ante lo cual la camarera le volvió a hacer señas para que aliñásemos nuestras ensaladas, y devolviésemos las botellas a donde la había cogido. Fue en ese momento cuando la camarera risueña empezó su recital de risa floja, y ya no paró en toda la tarde.Con estos primeros platos mas la bebida y el pan se nos llenó el estómago de tal manera que ya no nos cabía el postre, pero estaríamos locos si nos dejamos el Apfelstrudel porque tanto el pastel como la salsa de vainilla estaban absolutamente deliciosos, con su sabor a manzana el primero y el poder de la vainilla azucarada el segundo. Tanto nos gustó que repetimos otro día en otro lugar.La cuenta nos salió por 42 €, igual que en el Löwenbräukeller del día anterior, aunque más variado. Fue el justo final de una mañana memorable. Por último, debo decir que dentro de la cafetería no funcionaba Internet, es curioso porque no había cobertura para nadie, pero sí en cuanto salimos a la calle. ¿Cómo lo han conseguido en un mundo de hoy donde los clientes sólo van donde hay WiFi? ¿Quizá por eso estaba tan vacío el local? Pues gracias, pasamos un momento libre de conexiones inalámbricas ocupados únicamente en comer buenos productos. Si queréis saber más sobre este local pinchad en este enlace para ver los menús y algunas fotos. Después de la ritual visita al baño salimos fuera para esperar al autobús que nos llevase a la parada del tren."